lunes, 19 de diciembre de 2011

EL CANDIL DE MI INFANCIA

Siendo adolescente,y tal vez como era la nieta mayor de mi abuela, me tocaba renunciar a algunas tardes de juego, para ir con ella a poner a punto su casa vieja, y luego a recogerla para el resto de la temporada.
Mano a mano quitábamos plásticos, sacudíamos el polvo, enrollábamos y movíamos colchones de lana de la alcoba donde estaban apilados a las camas correspondientes, las preparábamos, abríamos el tiro de la chimenea, en fin de todo... Acabamos agotadas con el pelo de color gris (aunque a ella se le notara menos esto).
Yo aunque gruñía un poco al final iba de buen grado, ¡es toda una experiencia dar vida a una casa...!.
De broma le decía que por estos trabajos, me tenía que dejar de herencia el candil que colgaba de un clavo de la cocina, por ser este elemento una de las cosas que más recordaba de cuando pequeñísima habitaba en esa casa con mi abuela.
Ella le encendía aún teniendo suministro de luz eléctrica y en su lugar, eso y la lumbre baja iluminaron muchas jornadas de mi infancia,  produciendo en mi ánimo una mezcla de miedo y fascinación
Cuando murió me le dio mi abuelo, que además me preparó la torcía para que pudiera encenderle.

Hoy mi abuela hubiera cumplido 98 años, aunque menuda, tenía mucho poderío físico, y sobre todo un carácter afable a la vez que indestructible. Lamento profundamente lo pronto que nos dejó, porque se que podría haber aprendido muchas más cosas de ella.

Esto va dedicado a su memoria, a su recuerdo, a su presencia, simplemente a ella...



Hubo un tiempo en que mi infancia estuvo iluminada por la luz de un candil. De un candil de aceite, humeante, que dibujaba sombras fantasmagóricas que eran parte de mis terrores infantiles.


Conservo ese candil de mi infancia, pero se que aunque le encienda, no recuperaré nunca la luz de entonces, tal vez porque ahora la noche es menos noche, y la oscuridad menos cerrada, tal vez porque la luz no venía sólo del candil, si no de quien le encendía.








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